Colombia, Marxismo, Opinión ¿Uribe y Duque Son Fascistas? Sobre el fascismo y el régimen político de Colombia Publicado por: Administrador el 11 noviembre, 2020 Más en Colombia: #21N: reivindicar el camino de la lucha y retomar los objetivos del estallido social 20 noviembre, 2024 Editorial: Inundados y con sed 15 noviembre, 2024 Ante la crisis fiscal, ¡NO al pago de la deuda externa! 6 noviembre, 2024 Gobiernos burgueses, altamente represivos, violentos y agresivos como el de Álvaro Uribe Vélez –como lo fueron en diferente grado los gobiernos de sus antecesores y predecesores sin excepción alguna– han sido ampliamente catalogados como regímenes fascistas. La opinión concurrida, sobre todo entre los jóvenes, grupos antifascistas, sectores reformistas, etc., es que el régimen del Estado colombiano –incluso el de Brasil con Bolsonaro a la cabeza, o el de EEUU con Trump– es fascista o está apuntando hacia la consolidación del fascismo en el siglo XXI. [1]. Al respecto, es necesario preguntarnos si esas afirmaciones y/o hipótesis son ciertas y cómo podemos interpretar la realidad al respecto. Los debates académicos no son el enfoque fundamental sobre este tema, es un problema político no subestimar ni sobreestimar a nuestros enemigos, sino tener claridad sobre lo que ellos son –y cómo actúan– debe permitir coherencia organizativa, estratégica y programática. Empecemos precisando qué es fascismo. Autor: Jh R. Un régimen político es la forma en que la burguesía [los ricos, la clase socialmente dominante del sistema capitalista] adecúa y combina las instituciones del Estado para detentar su poder y ejercer el control político. El régimen es, en pocas palabras, la concreción y materialización del Estado en una determinada configuración institucional. En el caso del Estado burgués, el fin es preservar la economía capitalista. Un régimen político no es algo que surge de la arbitrariedad; por el contrario, un régimen político responde a la situación concreta de la lucha de clases sociales. El régimen político de un Estado tiene, a su vez, una encarnación administrativa, un gobierno que dirige el funcionamiento de dicho régimen. Un gobierno, por ende, responde a la forma o al tipo de régimen político y a los intereses del Estado que éste último encarna. Preguntémonos qué tipo de régimen es el de Colombia, cómo se adaptan sus instituciones y cómo se detenta el poder político. ¿El régimen colombiano es democrático liberal, fascista, o corresponde a alguna caracterización distinta? Gobiernos burgueses, altamente represivos, violentos y agresivos como el de Álvaro Uribe Vélez –como lo fueron en diferente grado los gobiernos de sus antecesores y predecesores sin excepción alguna– han sido ampliamente catalogados como regímenes fascistas. La opinión concurrida, sobre todo entre los jóvenes, grupos antifascistas, sectores reformistas, etc., es que el régimen del Estado colombiano –incluso el de Brasil con Bolsonaro a la cabeza, o el de EEUU con Trump– es fascista o está apuntando hacia la consolidación del fascismo en el siglo XXI. [1]. Al respecto, es necesario preguntarnos si esas afirmaciones y/o hipótesis son ciertas y cómo podemos interpretar la realidad al respecto. Los debates académicos no son el enfoque fundamental sobre este tema, es un problema político no subestimar ni sobreestimar a nuestros enemigos, sino tener claridad sobre lo que ellos son –y cómo actúan– debe permitir coherencia organizativa, estratégica y programática. Empecemos precisando qué es fascismo. El debate aclaratorio sobre el fascismo no es nuevo, y aun así sigue siendo vigente. Un uso abusivo, poco reflexivo y nada riguroso sobre el término «fascismo» puede generar más confusión que claridad política, o puede obedecer a determinados intereses como eje discursivo –sobre todo por parte de la burguesía liberal y el reformismo [sectores políticos que buscan reformar el sistema, pero preservando dominio y la explotación capitalista, desarrollándolo desde la libre concurrencia y las relaciones “democráticas” entre el poder político vigente y el pueblo]. El fascismo es un régimen político contrarrevolucionario por excelencia, el cual se pone a la cabeza del Estado y busca homogeneizar todo el organismo estatal bajo la bandera de una sola organización. Un régimen fascista surge como respuesta –como ultrareacción– contra los movimientos de masas y de trabajadores ante una crisis estructural del capitalismo, la cual se expresa, por un lado, en una enorme dificultad o imposibilidad por parte de los capitalistas para obtener ganancias a un ritmo creciente constante; por otro lado, dicha crisis del capitalismo se manifiesta, a su vez, en una pérdida de legitimidad de las instituciones del Estado. Las instituciones de la democracia liberal –elecciones, congreso, etc.– son percibidas por la población y los trabajadores como cada vez más corruptas e inútiles. Cuando la estabilidad del sistema capitalista se ve amenazada realmente por las masas y los trabajadores, y estas sufren una derrota como resultado de la contra ofensiva de la burguesía, el régimen fascista se constituye y se hace realidad con el fin de recuperar la estabilidad de dicho sistema. La burguesía detona y adecúa los regímenes de acuerdo con la situación de la lucha de clases. Dicho régimen es una forma de absolutismo estatal; una organización [un partido] asume el control total del Estado y, a través de éste, administra e interviene en todos los aspectos de la vida social y política, así como de la economía. Los regímenes de tal índole se caracterizan por la supresión de casi toda diferencia en el Estado; es decir, casi toda organización es suprimida o absorbida por la organización fascista a la cabeza del Estado. Por eso el fascismo es la forma más cruda de dictadura. Lo mismo sucede con toda ideología diferente de la ideología fascista, en aras de consolidar la unión absoluta de la Nación. El fascismo recurre a los métodos de la guerra civil, movilizando a la pequeña burguesía –golpeada por la crisis del capitalismo, a pequeños propietarios que han perdido sus empresas, sus tierras, etc.– contra los trabajadores, en las calles, agrediéndolos físicamente y desmoralizando su lucha. Asimismo, recurre a organismos armados y brazos paramilitares con el fin de combatir directa y físicamente a la clase trabajadora movilizada. Si el objetivo primordial del fascismo es estabilizar el sistema capitalista y escalar determinado Estado-Nación en las guerras imperialistas, sus tareas principales son la desmoralización y la destrucción de las organizaciones populares y proletarias, impidiendo que los intereses de los trabajadores y las masas se cristalicen en las propias instituciones del Estado [evitando que tomen el poder, si ese fuera su cometido]. El fascismo evita esto tomando control total, y con violencia, de dichas instituciones y organismos. De igual forma, el fascismo asume dominio total de todos los medios de control ideológico, como la prensa y los centros educativos, suprimiendo toda crítica pública. De acuerdo con todo lo anterior, podemos afirmar que el fascismo es completamente autoritario, dictatorial y contrarrevolucionario. La pregunta que nos planteamos ahora es: ¿el régimen colombiano es un régimen fascista? Si la respuesta es afirmativa, significa que, aunque no de una manera mecánica, estamos enfrentando una situación política muy similar a la que se expresa en los párrafos anteriores. Si la respuesta es negativa –respuesta por la cual nos inclinamos–, ¿cómo caracterizamos correctamente el régimen de este país? El régimen colombiano, sin duda alguna, es un régimen al servicio de los intereses del Estado capitalista, su disposición institucional y las medidas que han adoptado históricamente todos los gobiernos responden a esta premisa invariable. Es, claramente, un régimen que defiende los intereses de las multinacionales y transnacionales así como de la burguesía nacional –afirmación importante que provee un marco general de interpretación–; es un régimen al servicio del gran capital, al igual que el fascismo. No obstante, es menester observar este régimen y hacer explícitas sus características propias para poder entenderlo y combatirlo con la mayor rigurosidad programática posible. Nuestra caracterización, la cual está siempre abierta a discusión con el fin de cohesionar las esferas sociales en lucha, es que nuestro régimen es bonapartista (autoritario, presidencialista) con rasgos volátiles del régimen democrático liberal. Decía L. Trotsky que, en el dominio del imperialismo –de las grandes potencias que se ubican estratégicamente y compiten entre ellas por el control y el poder del mercado mundial–, la tendencia de los regímenes es hacia el bonapartismo, en detrimento de las formas tradicionales de dominación de la democracia burguesa. Parecen ser regímenes inversamente proporcionales, aunque no lo son realmente. En el caso de Colombia –entre otros– han coexistido durante décadas el bonapartismo y la democracia liberal. Ésta última ha sobrevivido, apenas, debido a la resistencia que ofrecen los movimientos políticos y sociales que buscan unas relaciones democráticas mínimas con aquellos que detentan el poder político mediante las instituciones del Estado.[2] El bonapartismo se caracteriza porque el ejercicio de poder está atravesado por una marcada y cruda violencia contra la población pobre y trabajadora, violencia a cargo de unas instituciones específicas, que asumen un papel importante como herramientas de control. También, por el desarrollo desmedido y desigual de ciertas instituciones respecto a otras; en este caso, los aparatos de represión; los gobiernos destinan gigantescas inversiones a desarrollar y fortalecer las fuerzas destructivas del Estado.[3] Esto sucede, con mayor intensidad en los países semicoloniales, en los cuales se pretende mantener un control rígido y violento útil a los grandes capitales imperialistas como transnacionales, multinacionales, la banca, etc. El control político en el bonapartismo descansa y se detenta por medio de las fuerzas armadas, manteniendo como fachada, como mero formalismo, las instituciones democrático-burguesas, limitando la posibilidad que tienen los trabajadores y los pobres de presentar sus propias candidaturas y sus programas. En términos históricos, el bonapartismo es un régimen propicio para un país económicamente atrasado [incluso hablando dentro del desarrollo del capitalismo], cuyas riquezas, en su mayoría, pertenecen a un pequeño grupo de propietarios que mantienen el control sobre las tierras, la industria, el comercio, la construcción, el sector financiero y los medios de comunicación: una clase reaccionaria tradicional aliada y servil al imperialismo, que concentra monopólicamente el capital del país. El régimen político garantiza que estas dinámicas económicas prevalezcan, por medio del uso de la fuerza y la violencia estatal y paraestatal. Manifestaciones concretas de todo lo anterior son: la parapolítica, el narcotráfico, el paramilitarismo, la corrupción, los fraudes electorales, la represión en las calles, los asesinatos de luchadores sociales, líderes sindicalistas, campesinos e indígenas, periodistas, etc. El régimen no actúa autónomamente, sino que tiene su razón de ser en las dinámicas de producción y acumulación de riqueza monopolio económico de la burguesía ya mencionada [que mantiene el atraso en la infraestructura y hace a la economía colombiana una economía frágil, cuya competencia en el mercado depende considerablemente del narcotráfico y de la superexplotación de recursos mineros, hidrocarburos y materias primas o commodities]. El bonapartismo se distingue por el endurecimiento progresivo de las medidas legales y policiales. Se endurece el código penal y se fortalecen las medidas punitivas, lo cual lleva a un aumento del encarcelamiento a trabajadores, jóvenes, pobres, negros, etc. [dentro de los cuales cabe destacar los presos políticos]. Asimismo, hay un aumento de la presencia, control y letalidad policial –en las zonas urbanas– y de fuerzas militares y paramilitares –en estratégicas zonas rurales, sobre todo–. En el caso de Colombia, por ejemplo, todo ello se justifica mediáticamente bajo el discurso de “la guerra contra el narcotráfico y el terrorismo” [una herencia del discurso expansionista del imperialismo estadounidense] creando así la imagen de un enemigo público del Estado. Ello conlleva a la vinculación discursiva de la política de “tolerancia cero” y la criminalización de cualquier forma de protesta que derivan en una cruda represión por parte de aparatos legales e ilegales. Los discursos políticos propios de un régimen autoritario cumplen el papel de legitimación del accionar de los aparatos del Estado respecto a la población, lo cual va ligado también a las dinámicas electorales, en el sentido de los gobiernos que encarnan al régimen buscan ganar popularidad y votos en las masas que simpatizan con dichos discursos reaccionarios centrados en el “combate a la criminalidad”. Por ello, los resultados de las prácticas electorales –sobre todo en las zonas rurales– se suelen inclinar hacia políticos delincuentes que mantienen relaciones directas con el narcotráfico y el paramilitarismo. La “democracia” colombiana en sí misma sirve como medio que preserva la economía del capitalismo monopólico. Estas políticas autoritarias no son meras formulaciones de los gobiernos represivos, sino prácticas sistemáticas de control violento sobre determinadas poblaciones y sectores sociales, con el fin de responder a las exigencias de la economía global. La desigualdad social, por tanto, no es producto de un “mal moral” en el Estado, sino una condición estructural provocada por la explotación laboral, el despojo de tierras, la concentración progresiva de riqueza, etc. En pocas palabras, puede decirse que el régimen colombiano es tradicionalmente bonapartista –con algunos rasgos de democracia liberal– y cuya base de sostenimiento se halla en la disposición de distintas instituciones y otros organismos legales e ilegales, como la Constitución de 1991 [con todas sus contrarreformas], el paramilitarismo y los brazos armados de la represión estatal [FFAA, Policía, ESMAD]. Hay que tener en cuenta que el culto a la personalidad que un sector de las masas expresa por figuras como Álvaro Uribe, podría llevar a pensar que existe una pequeña burguesía y un sector de masas que configura el carácter fascista de este individuo y de su partido; sin embargo, este enemigo lejos está de configurar un aparato o un organismo que, de facto, tenga el control total de las instituciones del Estado y que acuda a los métodos de la guerra civil con el fin de ahogar procesos revolucionarios. En ello reside el hecho de que haya desavenencias internas entre los distintos poderes estatales, y que muchas veces algunos sectores del parlamento y las cortes parezcan hacer justicia a los intereses de la población, pero lo cierto es que los desacuerdos y distanciamientos entre estos organismos sólo son un desacuerdos sobre la forma de explotación que detenta la burguesía y la forma de poder que ejerce el Estado. La disposición institucional del bonapartismo puede acercarse a la del fascismo, pero ambos se diferencian claramente en muchos aspectos. El fascismo, a diferencia del bonapartismo, es un régimen de control absoluto del organismo total estatal –detentado por una organización– el cual mantiene su independencia respecto de los regímenes de otros Estados y sus economías. El régimen colombiano mantiene formalmente la división de poderes estatales, centrando su control en la figura del ejecutivo, quien usa y desarrolla sus brazos represivos. Este es un régimen presidencialista que somete bajo su poder [poder del Ejecutivo] a las demás instituciones del Estado.[4] Estamos viviendo el tradicional desarrollo de un régimen bonapartista. Al decir que no hay fascismo en Colombia, no estamos menospreciando el actual régimen, ni menos subestimando su comportamiento general, pero es menester hacer caracterizaciones precisas y concretas de la realidad actual. Entre ellas: qué tipo de régimen enfrentamos en este momento y en qué situación se halla la lucha de clases actualmente. Enfrentamos un régimen burgués que mantiene la democracia como fachada pero que actúa con concentración de poder en el poder ejecutivo. En cuanto a las luchas, la conciencia de las masas aún no ha mostrado un cambio rotundo. La conciencia general de los desposeídos, en su mayoría, aún confía en el régimen democrático burgués. La clase trabajadora no entra en la lucha propiamente y, por lo tanto, no hay un avance considerable en la lucha de clases que tenga incidencia en la desestabilización del sistema capitalista, tampoco hemos sufrido una derrota de tal dimensión que les permita eliminar del todo esta fachada democrática. Pero al respecto cabe anotar dos cosas importantes: primero, sí hay luchas obreras en el país, sobre todo en el terreno sindical, pero estas luchas están atravesadas por el control de las burocracias, hasta el punto que podríamos decir que las mismas direcciones sindicales son un mecanismo contrarrevolucionario en sí mismo; segundo, la situación económica mundial irá empeorando poco a poco, por ende, empeorará la situación social en general, lo cual indicaría que, posiblemente, las condiciones propias que dan vida a una situación revolucionaria se acentuarán.[5] Actualmente, no hay fascismo y no hay lucha revolucionaria, propiamente. Pero hay que tener en cuenta que la crisis del capitalismo se profundiza, y eso profundizará la polarización social, cuya manifestación por antonomasia es la lucha de clases sociales. Por ende, la lucha de clases sociales se hará más aguda en este país y los demás países del mundo, y esto llevará, a su vez, a cambios de situación y cambios importantes en los regímenes. No debemos confiarnos ante el enemigo, pero no debemos convertirlo en algo que él no es; debemos verlo en su carácter propio, así como debemos tener en cuenta cuál es la conciencia de las masas respecto al régimen actual. Hay que analizar, en últimas y paciente y rigurosamente, la situación de la lucha de clases. Para terminar, podemos anotar que la crisis económica y social en la mayoría de los países del mundo, así como las guerras comerciales imperialistas, y otros factores, podrían conducir a una fuerte bonapartización de todos los regímenes democrático-burgueses, sobre todo en países semicoloniales. Ello obliga a pensar la forma en que las luchas sociales deben responder a estos retos tanto de manera organizativa, como programática y metodológica. Estamos ante un enemigo que avanza fuertemente, por eso la clase trabajadora debe ponerse en marcha, debe organizarse y combatir al enemigo que tiene en frente, pero sólo podrá enfrentarlo efectivamente si lo conoce, si lo analiza rigurosamente y si evita confundirse en sus caracterizaciones. Así mismo, si su coherencia y fuerza organizativa y programática le permite enfrentar las formas organizativas de la institucionalidad del Estado capitalista, ¿estamos preparados para enfrentar al régimen bonapartista? Como revolucionarios tenemos la tarea de impulsar esa organización en las masas e impulsar cada una de sus luchas; asimismo, debemos estimular la conciencia revolucionaria, la comprensión entre las masas de la necesidad de hacer un giro brusco en la conciencia y de luchar por un programa socialista. La rabia debe convertirse en conciencia revolucionaria: los trabajadores deben estar dispuestos a tomar el control de las decisiones económicas y políticas del país, e igual forma debe suceder en el resto de los países. Por eso resaltamos la necesidad y la tarea imprescindible de fortalecer y construir organizaciones revolucionarias que puedan llevar a cabo tales tareas. [1] Esta caracterización se utiliza por lo general para hacer llamados a la “unidad contra el fascismo”, que para ellos significa apoyar en las urnas un candidato burgués liberal o democrático. Actualmente es usada para llamar a votar a Biden, por ejemplo. Es cierto que en caso de haber un gobierno fascista es necesaria la más amplia unidad de acción, es decir, de lucha frontal contra el fascismo. [2] Vale la pena resaltar que esta búsqueda de unas mínimas condiciones, relaciones y garantías democráticas demuestran la ausencia de consignas, programas políticos y la necesidad misma del pueblo trabajador y otros sectores sociales de hacerse con el poder del Estado. [3] Colombia encabeza la lista de países de la región en términos de presupuesto invertido en guerra, cuya cifra está por encima de los US$10.000.000.000. En Colombia se invierte capital en este sector como si el país estuviera en guerra contra otro Estado. Después de la firma de los Acuerdos de Paz, nos pudimos percatar que el conflicto no se reduce, ni mucho menos, al enfrentamiento entre Estado y guerrillas. Los conflictos en Colombia son muchos más. Colombia vive en una constante guerra social y en una constante violencia plural [Estatal y para estatal]. [4] Ejemplos que resaltan fueron: la fusión de los ministerios de justicia y gobierno, y medio ambiente y vivienda en uno solo; la creación de bandas paramilitares; el debilitamiento de sindicatos y movimientos sociales por medio de la represión y los asesinatos sistemáticos; fortalecimiento del capital financiero y los monopolios nacionales y extranjeros. [5] Al respecto, recomendamos consultar los artículos de L. Trotsky ¿Qué es una situación revolucionaria? y ¿Hacia dónde va Francia? Post Views: 2.475